Álvaro Medina de Toro, nacido en Madrid, es escritor y abogado. Durante su vida ha escrito y escribe diarios, artículos, poesía, narrativa (relatos y novela). Su último libro es una incursión en el pensamiento, concretamente en los aforismos. Aunque dice, “al principio fue la poesía”: esa magia que él, señaladamente, relaciona con la atracción por la música y sus “influencias invisibles”; lo poético es una pulsión creadora que, según su percepción, le llega como una prolongación fonética o sugerencias acústicas, efecto de su embeleso ante lo musical. De aquel impulso iniciático, aclara, “surgió y vino lo demás”.
Ha obtenido premios con sus relatos cortos (Fundación Ferrocarriles Españoles, Colegio Abogados de Madrid). Es autor de los poemarios Raíces de agua y Silencio habitado; y en 2021 publicó su libro de relatos Huellas–Fabulaciones biográficas, dedicado a la literatura y a algunos escritores. En 2022, su libro de aforismos Dios nunca pide disculpas (hubo en esta convocatoria más de setenta concursantes de varios países) recibió el III Premio Internacional de Cuadernos del Laberinto de Pensamiento.
Los aforismos han sido una forma de escritura utilizada durante siglos en el ámbito literario, entendiéndose, en un principio, como una sentencia breve que se propone como máxima y que encierra una idea de sabiduría o verdad universal. Hoy en día, sin embargo, el panorama se ha modificado. En un mundo de constantes cambios donde prevalece la inmediatez, la sociedad actual ha empujado a la modernización de los aforismos, otorgándoles el poder para expresar opiniones subjetivas y para incitar la reflexión del lector.
Precisamente, los aforismos son la esencia que da vida al libro Dios nunca pide disculpas, en el que el autor plantea una aproximación a la escritura aforística completamente única y personal, centrada en la incursión del pensamiento.
Dejando de lado la concepción del aforismo como pautas o verdades, Álvaro Medina de Toro defiende que estos suscitan la curiosidad e incitan al pensamiento. «El aforismo —continúa diciendo el autor— se estira, habla o enmudece, según sea la mente que lo alumbra y la mano que lo escribe. El aforismo interpela, inquiere, dice y silencia, muestra y oculta». Ya con esta sentencia, Álvaro desvela la intencionalidad expuesta en Dios nunca pide disculpas, es decir, enseñar un bosquejo de su propio escenario mental, el proceso individual del que nacen sus pensamientos e ideas.
Una vez que el lector se adentra en las páginas de este libro y, por tanto, en la mente del autor, se tropieza con el hilo conductor: la reflexión que hace con respecto a la dicotomía que hay en la realidad entre pensamiento y lenguaje. Este asunto resulta complejo por dónde se lo mire, pero a través de sus aforismos, Álvaro Medina de Toro logra evidenciar cuál es su postura con respecto a esta dicotomía.
Sin ánimos de darle al lector todas las claves de lectura, este medio adelanta solo el núcleo de la reflexión propuesta por este escritor, que en sus propias palabras sería: «el pensamiento existe y puede desarrollarse sin palabras; me parece que ese pensamiento pre-lingüístico, en ese estado, digamos, “gaseoso” o perceptivo, es fascinante: sueños / intuiciones / presagios, pero es un hecho que, si queremos fijarlo o conservarlo hemos de confiar lo pensado al texto, a las palabras».
Si al lector le quedaba alguna duda sobre el proceso de creación que da vida a las obras de Álvaro Medina de Toro, puede ahora terminar de armar el puzle, pues la clave estaría en la ya expuesta conexión entre el proceso de «pensar» y el mundo de lo invisible. Para el autor, pasar de lo inmaterial e invisible, propio del pensamiento, al lenguaje sugiere una devaluación inmediata de este estado previo a la materialidad. Reflexión que se devela perfectamente a través de aforismos como: «El silencio no es la negación del sonido, sino la vida anterior al lenguaje, aquella paz que precedió a las palabras. Gestos y, sobre todo, miradas. ¿Acaso apagó el lenguaje nuestra mirada? ¿Empobreció nuestros gestos?». Sin embargo, y ahí está la vuelta de tuerca, Álvaro Medina de Toro cree que lo impalpable y fascinante del pensamiento no se pierde en su totalidad, se puede recurrir a los vestigios, recordar y, por medio del arte y la literatura, se pueden «arrastrar zonas invisibles hasta la luz», otorgarles corporeidad, como bien logran los aforismos que dan vida a Dios nunca pide disculpas.
La importancia de esta reflexión en particular es trascendental para entender el resto del libro, pues las temáticas expuestas si bien son variadas y tienden a lo misceláneo, coinciden en el maravilloso intento de Álvaro Medina de Toro de plasmar en palabras (aforismos) cómo «experimenta» un pensamiento. Proceso particular que nace de sensaciones, música, imágenes, recuerdos y sentimientos. Algunos de los temas tratados son: ideas/ideales, el dolor, el silencio y el ruido, la identidad y sus desvaríos, Dios, la literatura, el paso del tiempo, entre muchos más que el lector tendrá el placer de analizar.
Ahora, si el lector se queda con ganas de más, puede recurrir a los poemas expuestos al final del libro a modo de coda. Los poemas condensados bajo el título «Arquero en la bruma», terminan por complementar la intención de Álvaro Medina de Toro al escribir Dios nunca pide disculpas. Pues, son el resultado del proceso de introspección centrado en el pensamiento individual, aforismos en un principio, que coincidentes con su forma anárquica, quisieron ser más, empujaron al autor a plasmar sus reflexiones a través del lenguaje.
Dios nunca pide disculpas es una ventana para explorar el mundo interno del autor, sus pensamientos, sin orden aparente, como aparecen en la vida cotidiana. Los aforismos permiten al lector reflexionar, sentir e interpretar el proceso creativo expuesto a lo largo de las páginas de este libro. Finalmente, una obra que sintetiza perfectamente, el arte de «pensar» y, por lo tanto, merecedor absoluto del III Premio Internacional de Cuadernos del Laberinto de Pensamiento.
En esta conversación con el autor, surge la idea de que “un ensueño ante lo invisible le condujo a las palabras; a su sonido tanto como a su significado”, precisa. Aclara que lo musical, la música, a su modo de ver, no se circunscribe ni agota en la composición mediante la escritura llevada a un pentagrama; que, para él, la música incluye el oleaje, las inagotables sugerencias de los vientos, el misterio de las fuentes, los pasos sobre la hojarasca, el zumbido de los insectos, el silencio limpio de la nieve, el asombroso esplendor del canto de las aves; en suma: todas las combinaciones acústicas y sonidos que produce lo viviente y lo vivido. Otra cosa es el ruido, algo que Álvaro Medina de Toro reconoce que detesta.
―¿Qué es para ti el pensamiento?
―Me viene a la mente un aforismo de Vicente Verdú, que dice: «Si no pensáramos seríamos eternos. La idea devora». Imagino que Verdú se refiere a la ausencia en nosotros de esa (sensación de) eternidad que Rilke vislumbró en los animales (no pensantes) cuando, en el inicio de su octava elegía de Duino, escribió: «Con todos sus ojos ve la criatura lo abierto. Sólo nuestros ojos están como invertidos…». Vicente Verdú, indirectamente, viene a decir, creo yo, que el pensamiento es la causa de nuestra aguda sensación de finitud, la razón de que sintamos el peso del pasado y la percepción de la muerte. Desde luego, comparto su idea. Pero, aun así, yo prefiero pensar que pensar nos enriquece, nos ahonda y nos dota, aunque el precio a pagar sea tan alto. Pensar nos expone, nos socava, sí; pero, mientras dura, nos eleva.
En esta conversación con Álvaro Medina de Toro, es comentado que se ha intentado muchas veces acotar lo que sea un aforismo, cosa que no es nada fácil. Hay quien opina que se trata de “un esfuerzo del pensamiento por decir lo esencial” (Fernando Vásquez Rodríguez), haciendo depender su efectividad de su “recorte” o extensión. El profesor Andrew Hui, especialista y autor del interesante ensayo Teoría del Aforismo – De Confucio a Twitter, define el aforismo como «Dicho breve que requiere interpretación». Otros escritores ofrecen definiciones más creativas, como la del poeta abulense, Jose Luis Morante: «Aforismo, un zumbido de avispas». Por su parte, Álvaro Medina de Toro, propone la siguiente: «Dicho, más o menos breve, oral o escrito, que propone pensamientos para suscitar pensamientos».
―¿Qué te parece a ti que es un aforismo?
―Intentaré definirlo con base en lo que “puede llegar a ser”. El aforismo tiene una gran potencialidad, ofrece múltiples posibilidades. El aforismo se estira, habla o enmudece, según sea la mente que lo alumbra y la mano que lo escribe. El aforismo interpela, inquiere, dice y silencia, muestra y oculta. El poeta Enrique Gracia, que ha tenido la generosidad de prologar mi libro, ya avisa que yo los llamo aforismos porque “había que llamarlos de alguna manera”. Estoy de acuerdo con él: es una denominación imprecisa. Lo que tengo claro es que las definiciones de los aforismos que nos ofrecen los diccionarios no son convincentes, pues ponen el acento en “la verdad”, quieren ver en ellos opiniones “comúnmente aceptadas” o pautas para la ciencia o el arte. En mi opinión, estas definiciones no encajan con los aforismos, al menos no con los que yo escribo ni con muchos de los que leo. Hay muchos tipos de aforismos, con muy diferentes intencionalidades expresivas (estilo) y de contenido (pensamiento). Y pueden tener extensiones que van de una línea a varias páginas. También hay aforismos que son producto de extraer una frase corta de una obra narrativa. Un ejemplo: en una novela de Juan Benet (cuyo título no logro recordar) leí: «Un instante es el alma». ¿No es una maravilla de pensamiento directo, hondo y conciso? El fruto diminuto y palpitante caído de un árbol gigantesco: un hallazgo.
―¿Crees, por tanto, que los aforismos no tienen necesariamente una finalidad prescriptora o determinadora como se dice en los diccionarios?
―En efecto, no creo que la tengan, no necesariamente. En mi opinión, los aforismos no son pautas ni verdades (aunque algunos pretenden serlo o lo son, o lo fueron), sino, más bien, aproximaciones o intuiciones. Según yo lo veo los aforismos son propuestas, búsqueda de preguntas más que de respuestas y, además, obviamente, provienen de la subjetividad del escritor. Pero quizás solo esa inclinación reflexiva, subjetiva y no pedagógica, sea la que permita interesantes descubrimientos que, así, no son exclusivamente fruto de lo racional. Más que adoctrinarnos, los aforismos excitan nuestra curiosidad, y más que dar respuestas formulan preguntas, nos interpelan. Nos obligan a pensar qué pensamos nosotros sobre lo que ellos nos dicen. Son, en suma, pienso yo, una incitación al pensamiento. Aquí, dicho coloquialmente, viene al pelo uno de los aforismos de mi libro: «Si sientes que nada sientes, que solo piensas, no olvides pensar qué piensas».
―Entrando ya en materia sobre tu libro Dios nunca pide disculpas: ¿De dónde vino un título tan especial? ¿Cómo surgió la idea de escribir este libro y cómo lo llevaste a cabo?
―El título es una ironía (espero que sea percibida como una ironía dulce, pues ese era mi deseo). Pretendí atraer la atención hacia un libro de pensamiento; libros que, como sabemos, no son muy seguidos ni reclamados por el lector medio actual. Los títulos son como las corbatas: si no son muy bonitas o de excelente calidad, mejor no usarlas. El título surgió por casualidad, la mayoría de los títulos que más me gustan son casuales. En una determinada situación (la dificultad de comer en una terraza en un día de ventarrón) llegaron las risas y, entre ellas, el hallazgo, la frase concreta: Dios nunca pide disculpas. En cuanto a la idea de escribir aforismos, yo llevaba años coleccionando pensamientos en mis apreciadas libretas Moleskine (¡maravillosos objetos!). Necesitaba pensar qué pensaba yo sobre muchas cosas; quería frenar las opiniones e información con las que diariamente nos invaden, nos vapulean, nos atosigan y, según los casos, nos confunden o, directamente, nos engañan. Decidí salir por unas horas cada día de la marea negra de las fake news y otras manipulaciones al uso. Procuré centrar mi mente en asuntos de ámbito individual, asuntos del ser humano ahistórico, digamos “universales” o atemporales. Necesitaba pensar más que sentir. Se trataba de pensar qué pensaba yo, mirar en mi interior.
―Entiendo. ¿Puedes dar algún ejemplo concreto de esa intención de seguir una corriente individualista en tu análisis?
―Sí, veamos. Casi todo el libro destila esa opción, pero escogeré dos aforismos de esas características. El aforismo que abre el libro, el primero de todos, dice así: «No podemos escoger nuestros dolores, pero sí nuestras ideas». Otro: «¿Quién y por qué ha de decidir hasta cuando hemos de vivir? Una vida interrumpida es una vida como todas las demás: todas se interrumpen. Iglesias, Estados, predicadores, métanse en sus asuntos. La vida es un tema personal. Y la muerte un asunto rigurosamente privado (La última frase viene de G. Von Rezzori, Flores en la nieve)».
―¿Crees que la escritura de pensamiento puede inducir cambios sustanciales en el ámbito personal e ideas de los lectores?
―Pues sí, potencialmente, creo que puede inducir cambios en el lector; aunque, me parece a mí, este no es el objetivo esencial. Aunque yo, realmente, no trato de adoctrinar, sino de enseñar algo del escenario mental en el que vivo. El escritor puede (y quizás debe) estar más centrado en la calidad de lo que escribe que en los posibles efectos de lo que escribe en los lectores. No es una labor específicamente literaria ni, seguramente, viable que la literatura eduque o “forme opiniones”. En otro ámbito artístico, me viene a la mente el caso del inolvidable pianista ucraniano, Sviatoslav Richter. Siendo ya bastante mayor, con una sinceridad casi ruda, decía que él no tocaba para el público, sino para él mismo. Que su esfuerzo y su concentración máximos iban destinados a la calidad de la interpretación, a lograr que la obra sonara como él sabía que debía sonar. El efecto que lo interpretado produjera en los asistentes al concierto era algo secundario; importante, sí, pero no esencial.
Volviendo a tu pregunta, para contestarte sin rodeos, citaré dos aforismos de mi libro: «El lenguaje puede ser puente o cepo; y, como toda herramienta muy compleja, es peligroso. Hay que trabajar siempre en su conocimiento». Y este otro: «El lenguaje ha de manejarse con tacto. Nada existe que sea más acerado, nada más suave, nada más equívoco y potente. Bastan tres fonemas para designar la paz. Otros tres para la ira. Y solo dos para decir tú».
En cualquier caso, la idea o el deseo de ser útil de algún modo a los demás me parece inevitable en cualquier actividad, también cuando se escribe. La ficción y la literatura nos conceden una libertad y un territorio muy amplio. Compartirlo tiene un gran valor: ayuda a vivir. El mundo real es otra cosa: para cambiarlo habría que contar con una revolución pública y privada planetaria, cosa que hoy no parece nada probable. Ahí están las guerras y devastaciones, la pobreza y las hambrunas, mientras muchos de nuestros políticos, hipnotizados por las encuestas y las fechas de elecciones, miran para otra parte o nos engañan. Pero conviene recordar y tener siempre presente lo que escribió Simone Weil: «Los escritores no tienen que ser profesores de moral, pero tienen que expresar la condición humana. Y nada es más esencial, para todos los hombres y en todos los instantes, que el bien y el mal». Weil dejó así perfectamente clara esta cuestión.
―¿Cuáles son tus aforistas preferidos o más admirados?
―Aclarando que considero aforista a todo escritor que pone su atención en lo que piensa, sin importar mucho si traslada dicho pensamiento en la forma más característica de los aforismos (concisión) o no lo hace (mayor extensión), mis aforistas más admirados son, entre otros, los siguientes: Marco Aurelio (Meditaciones), Chateaubriand (Memorias de ultratumba), F. Nietzsche, A. Schopenhauer, G. C. Lichtenberg, Elías Canetti (La provincia del hombre), Charles-Joseph de Ligne, E. Cioran… En cuanto a los aforistas españoles contemporáneos, ahí está la estupenda y cuidada antología Concisos, publicada en 2017, en la que están muchos de los mejores entre los que cultivan esta forma literaria. Y, para terminar, hago una aportación que marca la excepción a la regla en la literatura británica (en la que los aforismos no abundan). Me refiero a Don Paterson: The Book of Shadows. Y una muestra de su saber hacer: «No logro ser suficientemente breve. Me extravío siempre en el lado equivocado del silencio». A mí me parece muy bueno. Un gran tipo Don Paterson.
―Antes me comentabas tus impresiones sobre esa dicotomía que hay en nuestra realidad: pensamiento y lenguaje. ¿Puedes explicar el núcleo de esa reflexión?
―Intentaré no extenderme; el asunto es complejo, algunos pensarán que casi ficticio. Básicamente, me apoyo en uno de los fragmentos conservados de Anaxágoras (500 a J.C.), que dice así: «Lo que se muestra es un aspecto de lo invisible». Lo excitante es que, a mi parecer, lo invisible es inagotable. Lo invisible no es solo lo que nunca hemos visto o imaginado, sino, también, lo que hemos dejado de ver porque ha desaparecido (el pasado, lo que el tiempo ha destruido o todo aquello que aún está pero ya no sabemos o no queremos mirar…, y, muy particularmente, los muertos: nuestros queridos muertos, que siempre están junto a los que los recuerdan). Esta abundancia de lo invisible garantiza diversidad, sorpresas y muchas emociones. El pensamiento nos conecta (o puede conectarnos) con lo invisible, y lo hace con la libertad que ofrece una actividad como es la reflexión, que no es propiamente material sino intelectiva, y que sigue siéndolo hasta que nos decidimos a traspasarla al lenguaje. Solo cuando el pensamiento se expresa en palabras adquiere materialidad y aparece el texto, el lenguaje y el sonido.
―¿Y en qué consiste la dicotomía?
―En la visión tradicional de la realidad compuesta de dos elementos que nos parecen unidos o sucesivos (en relación de causa a efecto), pero que yo, por lo que sea, percibo que son o pueden ser independientes entre sí: pensamiento y lenguaje. Creo (o experimento en mí) que el pensamiento existe y puede desarrollarse sin palabras; me parece que ese pensamiento pre-lingüístico, en ese estado, digamos, “gaseoso” o perceptivo, es fascinante: sueños / intuiciones / presagios; pero es un hecho que si queremos fijarlo o conservarlo hemos de confiar lo pensado al texto, a las palabras. Pasamos entonces de lo impalpable, de la ambigüedad y la libertad del pensamiento en su nube a la precisión de lo expresado en el tiempo. ¿Una forma de servidumbre? Cuando llevamos el pensamiento a la palabra y a la escritura hay, me temo, una devaluación inmediata (ocurre con los sueños: al despertar se hacen inasibles, desaparecen o mutan), pero, en general, conservamos un vestigio sobre el que podemos volver y recordar. Es un consuelo basado en una pérdida parcial. Esto ocurre mucho en la Arqueología: hemos de conformarnos con los restos o las sobras del pasado (sobras ¡qué cercana está a la palabra sombras!). Y esas sombras nos permiten reconstruir la realidad anterior.
En cualquier caso, lo que veo claro es que el arte, la literatura y, sobre todo, el pensamiento arrastran zonas invisibles hasta la luz, conceden corporeidad: hay un alumbramiento. En uno de los relatos de mi libro Huellas – Fabulaciones biográficas, una agonizante Colette, acostada en su apartamento en París, junto al Paláis Royal, piensa: «Lo que escribimos es la realidad, forma parte de ella. Lo que escribimos crea realidad».
Por cierto, el gigantesco y admirado George Steiner no estaría de acuerdo con mi idea de un pensamiento sin el concurso de la lengua, de las palabras. Para él todo pensamiento es lingüístico. Él no admitiría el pensamiento pre-lingüístico o sensorial. Es una osadía por mi parte no estar de acuerdo con semejante lumbrera. Léase su ensayo La poesía del pensamiento – Del helenismo a Celan, George Steiner (traducción al español: Edit. – Siruela, 2012). Steiner lo deja muy claro: «No sabemos que haya, que pueda haber, pensamiento antes de la expresión verbal». Con todos mis respetos, yo no comparto esta idea. Yo, perdón, “experimento” (no digo que lo haya) un pensamiento ―que llamo sensorial― hecho de imágenes, recuerdos y sensaciones. Imagino qué pocas palabras le bastarían a Steiner para destrozar mi presunción. ¡Me estaría bien empleado!
―Tu libro ha sido premiado por su calidad como obra de pensamiento. ¿Puedes enumerar algunos de los asuntos o temáticas que tratas en Dios nunca pide disculpas?
―Me siento muy honrado con el III Premio Cuadernos del Laberinto de Pensamiento 2022. Toda alegría verdadera es imprevista. Contesto a tu pregunta: en mi opinión, todo libro de aforismos tiende a lo misceláneo. Mi libro es un ejemplo de ello en grado máximo, pues no solo son diferentes los temas tratados en cada uno de los nueve capítulos, sino que hay diversidad y frecuentes cambios de dirección en cada uno de ellos. Los aforismos, por su forma de emerger y “comportarse”, tienden a la anarquía, a lo variopinto, a la mezcolanza o, en términos biológicos, a la hibridación. Mientras los escribía intenté convencerlos de que formaran grupos homogéneos, de que guardaran la fila…, pero no me hicieron el menor caso. ¡Son muy desobedientes! A duras penas pude crear cierta uniformidad. Los temas son muchos, pero yo destacaría los siguientes: ideas/ideales / lenguaje y pensamiento / el dolor / el silencio y el ruido / la identidad y sus desvaríos / el otro/los otros / el amor / la ficción (la que nos ayuda a vivir) / Dios: ¿Promesa, realidad, espejismo, reto o, como ha escrito Álvaro Pombo, la ficción suprema? (La ficción suprema – Un asalto a la idea de Dios, Álvaro Pombo; edit. Rosamerón, febrero 2022): ejercicios de ingenio / alegría y tristeza / psicoanálisis / el rencor / la literatura / la escritura / el estilo / el paso del tiempo / la familia / las fotografías y sus peligros… etcétera. Aclarar que trato el tema de Dios con el máximo respeto. Soy y me declaro agnóstico, a mi pesar; alguien que “busca”, sin prejuicios ni hacer concesiones, pero que intenta no engañarse.
―También has incorporado algunos poemas al final del libro, a modo de coda…
―Sí, y esos catorce poemas que escribí me dieron muchas satisfacciones y sorpresas. En realidad, en un principio, eran aforismos, pero su contenido tiraba de mí para que “les diera más aire”, querían que les dejara hablar, insistieron en contarme cosas de mí que yo no sabía, que no esperaba. Y les dejé hacer. Igual que, a veces, en narrativa, sobre todo en novela, aparecen determinados personajes que se imponen y crecen en el texto, como si este fuera humus, levantan la mirada y nos pasan información e instrucciones que nos vemos obligados a tener muy en cuenta. La coda poética se titula Arquero en la bruma. Y como casi toda la poesía que escribo, prefiere ser leída en voz alta. Para oír música hay que interpretarla, no basta leer la partitura.
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Algunos pájaros ven poco, pero desde muy arriba.
Dime cuánto gritas y te diré cuánto no sabes.
El niño que fuimos nunca nos abandona; nosotros lo abandonamos
a él. Es nuestro huérfano vitalicio. A veces, cuando se aburre bajo
la lluvia, o si nos oye llorar, nos tira piedrecillas a la ventana. Rara
vez bajamos para abrazarlo.
Los géneros literarios son como las fronteras: lo más excitante es
cruzarlas. Despertar en Venecia, dormir en Viena.
BARRO QUE HABLA
Voces sin amo, girando en los sueños. Figuras huérfanas, manos
antiguas extendidas, anhelando la limosna de un pensamiento, el
roce de un recuerdo, la promesa de una duda. Voces extraviadas,
irisaciones, temblando entre la vista y el oído.
Bajo el oro del mediodía, los signos: barro, sencillo barro que hablas
por todos tus poros para contarnos lo que las manos del alfarero a
ti te contaron; lo que el agua, girando en el torno, te confió.
¿Cómo vivir la ilusión del movimiento, el espejismo del tiempo o
la emoción del espacio, sin la esperanza de ser aludido, inquirido,
interpelado? ¿Cómo crecer en un páramo de certezas?
Tras la espera, la dulce tortura de ser zarandeado, concernido, impelido
a interpretar.
Arriesgar una apuesta: designar otra luz. Zambullirse en la alberca
incendiada de la tarde. Navegarnos.
LA FLECHA
Cuando siento que llegáis, que os movéis a mi lado, una fruta surgida
de la nada crece en mi pequeño árbol.
Me alimento de su pulpa, de su azúcar, del reto de su silencio.
No intento defenderme: me alcanza de lleno la flecha de la emoción.
Amo este dolor limpio que me atraviesa. Esta herida llena de luz.
La condena que me hace libre.